Siempre se ha dicho que el gran desconocido de nuestra Iglesia era el Espíritu Santo, cosa que la mayor parte de los teólogos continúan afirmando. Sin embargo, cabe añadir también a otra desconocida en el mundo cristiano, y especialmente entre los católicos: la Palabra. Por ello, esta sección pretende abrir una pequeña grieta de luz para conocer mejor las escrituras, pero no como un vestigio del pasado, sino como una realidad viva y presente en la vida de cada uno. Y es que esa Palabra es tan importante porque es presencia. Sí, presencia real y verdadera del Dios que nos ama. Por eso el sacerdote la besa tras proclamar el evangelio al igual que besa el altar. Por tanto, dejémonos interpelar por esa Palabra que se ha hecho hombre como nosotros, Jesucristo.
Domingo de la Palabra (23/01/2022)
Jesús Varga Andrés
Querido Teófilo: hoy se cumple esta escritura
Probablemente, una de las páginas más sutiles y desconcertantes del Nuevo Testamento sea el prólogo del Tercer Evangelio (Lc 1,1-4), en clara unión con el del libro de los Hechos de los Apóstoles. Sólo un genio nos podía brindar un párrafo así, un maestro del arte de relatar: el evangelista San Lucas, quién si no.
Pluma en mano, Lucas no puede contener su vena connatural de historiador y su pasión de narrador; así nos lo muestra en toda su obra, manteniendo la tensión entre la historia sagrada y la profana, y pintando esa figura de Jesús que se mueve entre el género biográfico y narrativo. A partir del prólogo del Evangelio, sabiendo que su obra no inaugura nada nuevo, comienza reconociendo la historicidad de los acontecimientos: «muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra» (Lc 1,1-2). A esta cadena emprendedora quiere unirse él mismo, pero con una finalidad bien concreta que queda estampada desde las primeras líneas: «he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lc 1,3-4). Es ineludible el vigor que va a utilizar para presentar los hechos, así como la claridad de sus motivaciones: con la certeza de un historiador, la maestría de un narrador, y fe de un discípulo, Lucas quiere afianzar “sólidamente” el edificio de la fe que ya está construido en Teófilo.
Ahora viene la pregunta que todos esperamos: ¿Y quién era ese “ilustre Teófilo”? ¿Tal vez un amigo de Lucas? ¿Un confidente? ¿Un cristiano con dudas de Roma o de Antioquía? ¿Un recién convertido? ¿Un discípulo? ¿Un hombre de buena posición social y económica? Difícil decantarse por una opción; tal vez sea mejor elegir todas y ninguna. Pues, más que buscar en Teófilo una persona histórica concreta, sin negarlo ni desmentirlo, deberíamos pensar que nuestro genio no haría una obra tan compleja y articulada sólo para una persona de carne y hueso, sino que ya en su mente y voluntad estaba cualquier lector ya iniciado en la fe: bien Teófilo o bien fulanito o menganito, o bien nosotros mismos. En definitiva, Lucas dirige su obra a cualquiera, pues Teófilo podemos ser todos, ya que su nombre significa amigo de Dios (Theo–philos), y eso somos los cristianos.
El prólogo de Lucas es el Evangelio que nos propone leer el III Domingo del Tiempo Ordinario. Sin embargo, además de abrirnos la obra lucana, la liturgia propone saltar ese mismo domingo a otro de los relatos paradigmáticos del mismo Evangelio, donde nuevamente el arte de la narración aflora con todas sus fuerzas: Jesús visita la sinagoga de su pueblo, Nazaret, y dirige a sus paisanos la predicación (Lc 4,16-21).
Este episodio es preparado con mucho mimo por el narrador, ya que toda la atención se pone en el protagonista y en todas las acciones que este realiza con sumo detalle, como nos indican los verbos: Jesús llega, entra en la sinagoga, se levanta para leer, le entregan el rollo, lo desenrolla, encuentra un determinado pasaje, lo enrolla de nuevo, lo devuelve, y se sienta. Esto si que es paso a paso con pelos y señales… pero pobre narrador, ha olvidado contarnos la acción fundamental que hace Jesús: leer. Tras esa minuciosidad de acciones, ¿por qué no nos dice que Jesús leyó? Ciertamente, nos cuenta que Jesús halló un pasaje de Isaías, e incluso nos dice qué versículos leyó Jesús… pero se despistó al no escribir “y Jesús leyó: ”; o que menos que poner un “y Jesús dijo: ”. Un fallo demasiado serio para un maestro de tal envergadura, así que fiémonos de Lucas.
Intencionalmente, con Jesús sentado en su sitio, el relato continúa introduciendo en escena la expectación que se cocía en aquella sinagoga, y también en nosotros como lectores: «todos los ojos estaban fijos en él» (Lc 4,20). Es decir, estaban esperando ansiosamente algo; sus ojos estaban clavados en él, los de todos. Pero ¿el qué? Tal vez lo mismo que nosotros: las palabras de Jesús. Aquello de lo que el narrador nos ha privado en la lectura de Isaías, pues no la hemos escuchado de viva voz por Jesús, es lo que viene a continuación. Toda esta estrategia narrativa, con cada detalle, aun pareciendo insignificante, está diseñada para escuchar la voz de Jesús; toda la atención es puesta en la palabra de Jesús, la de las gentes de Nazaret y la de Teófilo. Y no de modo caprichoso o casual, pues es realmente importante lo que Jesús nos va a decir: «esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy» (Lc 4,21). Con este ingenio el evangelista pone en labios de Jesús la proclamación indirecta del cumplimiento de la profecía de Isaías en él. Una profecía clave sobre el Mesías y la salvación: el enviado de Dios viene a dar la buena noticia a los pobres, a liberar de las ataduras del mal a todos los oprimidos, y a realizar un año de gracia, es decir, un tiempo de restauración, de redención; no había una buena nueva tan importante y definitiva en las escrituras, y resulta que ahora, ésta se cumple en Jesús «hoy». Ese «hoy» no se refiere solamente al día en que Jesús visitó la sinagoga de Nazaret, sino que es también el «hoy» de Teófilo, el «hoy» de todos los lectores, el «hoy» de la salvación.
Estas palabras que pronuncia Jesús son las primeras de este episodio y también de su vida pública del Evangelio de Lucas. No sin razón, pues realmente, esta es la afirmación más decisiva de todo el Nuevo Testamento, y también de toda la historia de la salvación: la escritura «se ha cumplido» en Cristo; o mejor, «se cumple» en Cristo, pues así nos permite también traducir el aspecto del verbo utilizado y el «hoy» definitivo y atemporal empleado por Lucas.
Cuántas cosas se podrían seguir escribiendo de este relato de Lucas, pero me veo obligado a interrumpir aquí su comentario: por un lado, así lo hace la lectura del domingo, que no nos cuenta el desenlace dramático que tiene el episodio de Nazaret; y por otro lado, si la predicación de Jesús en la sinagoga es apenas una frase, yo no quiero alargarme más… una cosa más que puede enseñar este evangelio a los predicadores.
Querido amigo de Dios: en este Domingo dedicado a la Palabra de Dios gustemos y amemos la escritura, historia de salvación viva que se cumple hoy para ti, en tu vida.
Píldoras bíblicas (6/01/2022)
Jesús Varga Andrés
Érase una vez un rey, tres magos, y una estrella
Los dos primeros capítulos tanto de Lucas como de Mateo, los “evangelios de la infancia”, han sido desde siempre objeto de debate para todos los estudiosos. Tanto para ellos como para nosotros, los mortales, la pregunta que siempre ha reinado sobre la lectura de estos capítulos es si dichos acontecimientos sucedieron de verdad o no, es decir, si son históricos o más bien un cuento. Perderse en estas disquisiciones, desde luego interesantes, nos hacen confundir el sentido profundo que el evangelista impregnó en estos relatos, pues estos evangelios de la infancia nos dan la clave de lectura para ambas obras completas. Por tanto, a pesar de su carácter particular, estos dos capítulos no se pueden separar del resto, sino que, en unidad y continuidad, construyen ya la figura de Jesús que cada evangelista nos quiere presentar. Vayamos al brillante relato de Mateo en el que se nos narra la aventura de estos magos de oriente con la estrella y con Herodes (Mt 2,1-12).
Mateo, en el primer capítulo de los relatos de la infancia, ha presentado con su genealogía a Jesús como el Mesías judío, el hijo de David, el hijo de Abraham, el cumplimiento perfecto de la historia de Israel. Sobre todo, es el hijo de Dios, nacido de la virgen María por la intervención del Espíritu de Dios. Él salvará a su pueblo de sus pecados y es el Emmanuel, “Dios con nosotros”. Ahora, en el segundo capítulo, el evangelista nos cuenta dónde nació Jesús y cómo respondieron frente a este acontecimiento los representantes de las autoridades políticas y religiosas y del mundo gentil.
El contexto del nacimiento que se nos da en Mt 2,1 es bien conocido: primero el lugar, Belén de Judea, la ciudad de David; y después el tiempo, “en los días del rey Herodes”. Mientras que Lucas no menciona este personaje en el marco del nacimiento de Jesús, Mateo nos lo presenta desde el principio: era el personaje malvado por excelencia en aquella época, rey cruel, sanguinario y tirano; el evangelista nos pone alerta desde la primera línea.
Entre tanto, llegaron a Jerusalén unos “Magoi”: sabios capaces de interpretar los sueños y las estrellas. El texto no nos dice cuántos, aunque la forma plural confirma que eran más de uno; para nosotros hoy, son tres. Estos venían de Oriente, es decir, de Babilonia, Persia, Arabia… este dato demuestra que probablemente eran gentiles, y que viajaron desde lejos para llegar a Jerusalén. Su llegada a Jerusalén en busca del rey de los judíos también refleja su identidad no israelita, a la vez que el conocimiento de las profecías antiguas. ¿A qué otro lugar podría ir alguien a buscar al rey de los judíos sino a Jerusalén, la capital del reino y el centro de la religiosidad judía?
Los Magos dicen abiertamente lo que buscan (Mt 2,2): al rey de los judíos que acaba de nacer; esta será la única ocasión que en el Evangelio de Mateo aparece este título fuera de los relatos de la pasión. ¿Por qué buscan a este rey? Los Magos vieron “su estrella” en el oriente. Muchos estudiosos han hecho diferentes propuestas sobre la naturaleza de la estrella y el momento de su aparición. Se han propuesto explicaciones astrológicas, culturales, históricas y teológicas, pero ninguna ha sido satisfactoria hasta ahora. Sus estudios apuntan a que era bastante común en la antigüedad asociar un fenómeno sobrenatural o celestial al nacimiento de una persona importante. Debemos, sin duda, entender la estrella como el símbolo de un testimonio dado por la naturaleza. Si consideramos a los Magos como gentiles, este testimonio de la naturaleza tiene un valor añadido. La naturaleza es común a todos y, por tanto, el testimonio de la naturaleza tiene siempre un alcance universal. Ninguna persona o grupo étnico puede rechazar este testimonio.
Desde un punto de vista teológico, es posible considerar la estrella como una alusión a la profecía de Balaam (Números 24,17): “Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel”. Sobre la base de este texto podemos concluir que los Magos gentiles reciben la revelación sobre el nacimiento del Rey de los judíos a través del mismo símbolo (la estrella) que el profeta gentil del AT utilizó como imagen para hablar del futuro gobernante de Israel.
Sin embargo, ¿cuál es la finalidad de esta búsqueda? Adorar a ese rey; no se trata simplemente de rendir homenaje, ni de un saludo formal de personalidades… para Mateo el verbo adorar implica siempre que se emplea reconocer la divinidad de Jesús. Ante esta afirmación, “todos se turbaron”, Herodes y las gentes de Jerusalén, lo cual provocó la reunión del consejo de los jefes, sacerdotes y maestros de la ciudad para indagar acerca del nacimiento de este nuevo rey (Mt 2,3-4). Una vez que el testimonio de las escrituras confirmó que nacería en Belén, Herodes pidió en secreto información a los Magos acerca de la estrella (Mt 2,7): la estrella, aquí, se convierte en el punto de referencia, pues a partir del hecho de que los Magos iniciaron su viaje tras ver la estrella, Herodes comienza una detallada investigación sobre el momento de su aparición.
Tras el permiso condicional concedido por Herodes a los Magos para ir a Belén, el relato nos describe la sorpresa de los sabios al ver de nuevo la estrella (Mt 2,9-10): no fue la estrella la que los guio desde su tierra hasta Jerusalén y Herodes. Aquí se plantea una pregunta: ¿por qué la estrella no les guio desde el principio? Probablemente el evangelista quiere hacer reflexionar a sus lectores sobre la iniciativa del hombre y la guía de Dios en la búsqueda y el encuentro de lo divino. La “primera estrella” que los Magos vieron en Oriente era una estrella ordinaria. Muchos la habrían visto. Pero sólo estos sabios tomaron la iniciativa de interpretar el significado de la estrella y se dispusieron a adorar al “rey divino” cuyo nacimiento provocó la aparición de la estrella. Es muy natural, pues, buscar un rey en el lugar donde vive el rey, lo que les llevó a Jerusalén, a Herodes. Pero los Reyes Magos no encontraron allí lo que buscaban. Esto tiene un valor simbólico: no se puede encontrar a Dios simplemente donde se espera encontrarlo; tampoco se puede llegar a Dios por el propio esfuerzo. De hecho, es Dios mismo quien conduce a las personas hacia él. Ahora bien, la aparición de la estrella por segunda vez sólo se dirige a los Reyes Magos para conducirlos hasta el niño: es Dios quien los conduce al niño. Una vez más, la estrella no es sólo una guía para ellos, sino también un signo de confirmación de que lo que han entendido por su primera aparición es verdadero. En definitiva, es el signo visible de la guía divina de su intrépida y noble búsqueda.
Aunque el evangelista no dice nada explícitamente sobre el significado de la segunda aparición de la estrella, nos ofrece una pista sobre ella al subrayar el profundo sentimiento de alegría de los Magos al ver la estrella: “Al ver la estrella, se alegraron mucho” (Mt 2,10). Este es el único pasaje del NT en el que la alegría se describe con tanta intensidad. Su alegría desbordante parece reflejar su profunda experiencia de la confianza y la paz de ser guiados por Dios.
Finalmente, los sabios de oriente, extranjeros por excelencia, entraron en la casa de María y José, vieron al niño, y se postraron para adorar a Dios: para Mateo, ellos fueron los primeros en reconocer al salvador y en adorarle; no fueron los reyes políticos (Herodes), ni los líderes religiosos (sacerdotes y maestros judíos), y ni si quiera los pastores del relato lucano, sino los magos de Oriente. El relato detalla además que abrieron sus tesoros y se los ofrecieron: oro, incienso y mirra. En unión estrecha con el Salmo 72,15 y con Isaías 60,6, como signo visible de su dominio, los reyes de la tierra deben traer regalos al rey davídico; como señal de su reverencia por Israel, las naciones extranjeras traerán regalos, oro e incienso. Los tres regalos que los Magos ofrecen a Jesús se han interpretado tradicionalmente como símbolos de la identidad real (oro), divina (incienso) y humana de Jesús (mirra). Sin embargo, no tenemos ninguna evidencia para suponer que el evangelista realmente pretendía hacer esta asociación, sino que más bien, con estas alusiones intencionadas está presentando a Jesús como el esperado rey de la gloria.
En definitiva, Mateo no pretendía seguramente contar ningún cuento, sino que más bien nosotros lo hemos tomado como tal hoy: de ahí el reduccionismo intencionado del título (“Érase una vez un rey, tres magos, y una estrella”), que refleja la pobre percepción que tenemos de este relato hoy, pues en realidad Mateo no habla solo de un rey tirano, de tres reyes magos que traen regalos y de una estrella del firmamento: más bien nos presenta al verdadero Rey, quiénes son los que lo buscan y lo encuentran, y cómo Dios mismo nos da destellos de su presencia con nosotros en el mundo. Poco tiene todo esto de cuento de hadas, pues la realidad es que los que para nosotros están lejos, resulta que para Dios están más cerca del Reino de Dios. No queda otra que aplicarse el cuento.